ROBERTO GUILLEN
¡Qué bella la noche de anoche…! en el abarrotado Café Teatro, donde el dramaturgo Xavier Araiza desplegó a la misma Provocación, con la pieza “Diálogo entre un sacerdote y un moribundo”, original de ese libertino inmemorial llamado el Marqués de Sade. Asistimos a la eterna dicotomía de la culpa y el goce. Lo divino y lo profano. Lo tartufo y lo mundano. Con que goce disfrutamos al actor Alejandro López , en sus días de lúcido moribundo, hereje moribundo, cachondo moribundo: Del banquete de la vida a las Preguntas de la Herejía. No tiene tiempo para aburrirse con sofismas gastados y mucho menos para santiguarse ante los budas, mahomas, confucios y padres nuestros. Desde su moribundez, con estertor lúdico sentencia: Cest la meme chose.
Enfundado en su túnica de riguroso negro, el actor Guillermo Quijano se presenta como un mero burócrata eclesiástico. Otro cristiano más que va a morir. Otra ocasión para desempolvar las fórmulas que limpian el pecado. Todo en él es monocorde y pasmosamente burocrático… hasta que el moribundo le muestra el filo de la Herejía… Y en la medida que transcurren los diálogos observamos al clérigo fisurarse como una cuarteadura ruinosa, mientras el moribundo se transfigura en la vitalidad de un Libertino que descree de los charlatanes mártires y la feria de milagrerías con que se vale todo poder religioso para embalsamar la libertad humana. Se remonta a los días en que la pólvora, el fuego y los barcos eran observados como actos de milagrería: “El milagro de hoy es el confort rutinario del mañana”. No son suficientes las recetas del más allá. Es demasiado gaseoso para un libertino, que ha encontrado en los pechos de las venusinas a la misma Divinidad: “No me tortures con enigmas dogmáticos…la falacia de las verdades evidentes…nada es evidente por sí mismo…demuéstrame que la naturaleza no se basta a sí misma y reconoceré que es gobernada por una fuerza superior…demuéstrame…demuéstrame…”
Para un libertino no hay castigos ni recompensas. Siempre habrá charlatanes, patrañas, engatuzadores o vulgares prestidigitadores. Solo resta rendirse a la naturaleza de las pasiones. Asistir a la «divinidad» del placer, o asumir el placer como un acto de redención. Lo demás es una gigantesca burla de profecías, milagros y mártires. Meras triquiñuelas de un mundo gaseoso. Un sacerdote hundido en la misma turbación emprende la retirada. No hay nada que hacer. Pero al Libertino le queda un as bajo la manga y quiere teatralizar con el sustrato de los humanos: Hace sonar su campanilla y lo invita al Banquete de la Vida, que ya vienen las doncellas de caricias dulces, las Hijas del Pecado, las venusinas para flotar en la Divinidad del Placer. El moribundo una vez más agita su campanilla, mientras un desdibujado ensotanado mirujea sin control por donde aparecerá la religión de los libertinos… Ja!