POR JOAQUIN HURTADO
Un amigo me invitó a la cena navideña en su elegante casa familiar. Yo de cuna humilde, él de clase media-alta. Típico cuadro de wanabés: Enorme pino natural importado desde Alaska aromaba el cálido salón donde ardía una chimenea decorada con gusto exquisito; hasta en el sanitario había renos, muérdagos y nochebuenas. Corrían generosos los licores de nombres rimbombantes. ¡A cenar! La mesa lucía viandas y postres cuyo valor podía alimentar durante varias semanas a mi tropa del barrio. Me tocó el asiento al lado de la matrona, una señora morena muy hermosa con cabellera muy rizada. Yo, inculto e impertinente, deslicé un comentario al momento de escanciar un vino español: ¡Su pelo es muy bonito, señora, su mata capilar es tan china…! La dama me clavó unos ojos como par de dagas, aventó la silla, se levantó de la mesa y se fue a su cuarto a llorar. Yo destruí la belleza, la armonía y la paz de esa familia con mi estúpido tema de la greña estropajosa de la vieja mamona. ¿Why?
«¡Es que mi madre odia que le digan China!», dijo mi amigo entre molesto y apenado.
Luego supe por qué. El padre de mi amigo, corrupto dinosaurio político, había conocido a la señora en un prostíbulo de mala muerte donde las demás putas y clientes la llamaban con ese seudónimo. Me saqué la espinita cuando le compuse a Celso Piña una rola donde juego con la ambigüedad de un encuentro cachondo entre la China y el Pelón que están en el atracón…