POR JOAQUIN HURTADO PEREZ
Me reuní a desayunar con un amigo académico que hace estudios sobre literatura queer en EU. Hablamos sobre censura, violencia, estigma y discriminación. En una mesa vecina se acomodó una típica familia burguesa de Monterrey. Blancos, católicos, arrogantes, impecables, y dichosos. El jefe de ese clan típicamente regio es un famoso periodista, homosexual de clóset, que años atrás había censurado mis textos sobre maricas y sida y me cerró las puertas de su me…dio de comunicación. Aquel jefe de feliz familia me reconoció en el acto, cambió su lugar y quedó sentado de espaldas a nosotros. Así siguió el sujeto, fingiendo que la heteronormatividad es la muralla mágica, la pantalla social que conjura todas las amenazas de la sexualidad desviada, la tabla salvadora que nos exime del secreto maldito. Un poco después se nos unió una amiga pintora, censurada en muchas exposiciones por sus cuadros agresivos. ¿Qué pintas, amiga, que no quieren montar tu obra? Penes, respondió ella, sólo penes. Nosotros seguimos joteando y chismeando encantados, tutti contenti. Excepto el patriarca familiar, puto de armario, que se mostraba muy nervioso cada vez que se ponía de pie a recibir a algún nuevo comensal que se unía a su importante mesa.